A estas alturas, para quienes participamos del movimiento Patagonia sin Represas sería una falta de coherencia renegar del impulso que queríamos tuvieran las energías renovables no convencionales. Lo sería aunque veamos hoy cómo muchas de ellas representan una nueva forma de extractivismo y fragmentación de los territorios.
También sería inconsistente que quienes venimos alertando sobre la crisis climática global desde hace años desconozcamos que disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero es un imperativo mundial. Y también local. Lo sería aunque muchas de las alternativas de solución y medidas de adaptación sean más de la misma irresponsabilidad que nos trajo hasta acá, pero con otro nombre.
Junto a muchas otras, estas dos causas socioambientales han sido motores para que hoy, tanto a escala planetaria como nacional y regional, las iniciativas verdes aparezcan por doquier. Quienes ayer las ridiculizaban hoy las fomentan, quienes las subestimaban hoy firman convenios y acuerdos. Se sacan fotos, se lucen en TV y discursean en la prensa hegemónica por su nueva conciencia ambiental. Y de paso hacen buenos, muy buenos negocios.
Ahí está la ofensiva para desplegar cientos de minicentrales hidroeléctricas en la cordillera, miles de hectáreas de paneles fotovoltaicos en el norte y cientos de kilómetros de generadores eólicos en gran parte del país. Y qué decir del hidrógeno verde (la última joyita de la energía sustentable) que junto al litio del salar de Atacama y la utopía full electric nos esperanzan con construir un Chile mucho más responsable ambientalmente. Y rico, muy rico. Aunque esa riqueza, al igual que las cargas ambientales, esté, como siempre, tan desigualmente distribuida.
Es así como todos (y todas, que en la codicia la igualdad de género funciona a plenitud) se suben al carro.
Las empresas que durante décadas operaron termoeléctricas a carbón en las hoy llamadas zonas de sacrificio; las que construyeron represas y sepultaron cementerios indígenas; las que convirtieron el sur de Chile en un homogéneo verde manto de pinos y eucaliptus, con el cual cubrieron su crimen cultural, social y ambiental; las que envenenaron los mares con sus toxinas color salmón y depredaron su biodiversidad; las mineras que contaminaron agua, suelo y conciencias del norte con sus ansias de extracción… y que lo siguen haciendo.
De ellas nace la minería, pesca, salmonicultura, energía y desarrollo forestal verde, hermanos del siglo XXI de una posible decimonónica esclavitud responsable.
Que es necesario transitar hacia una nueva matriz industrial, social y económica está claro. Y también que entre todos asumamos el desafío, que todos y todas somos bienvenidos. Pero este camino no puede ser a costa de los mismos de siempre: los de abajo, los ecosistemas, el planeta.
La transición debe ser justa. Humana y ecológicamente justa.
Debe sustentarse en la reparación de los daños sociales y ambientales ocasionados hasta hoy, porque no es posible construir un mundo nuevo y mejor sobre los hombros de los maltratados. También, implementar estrategias de desarrollo local, participativo, por los lógicos impactos que generará la reconversión.
Y en el caso de las nuevas áreas industriales y económicas necesarias para enfrentar la urgente crisis climática, no se debe obviar que el calentamiento global es parte del mega problema ecológico. Su origen es que nos hemos sobregirado sobremanera en la transformación de los espacios naturales. Pensando la naturaleza como una despensa y, tras el proceso productivos, en un vertedero.
Entonces, capturar CO2 con especies exóticas no adaptadas a los territorios, pavimentar el desierto de Atacama con paneles solares, las costas con torres eólicas o los ríos con enjambres de minihidros sigue el mismo derrotero de creer que las intervenciones a gran escala nos salvarán de nosotros mismos. Tal sistema eléctrico es parte fundamental de la política de hidrógeno verde, que requiere mucha generación y capacidad de almacenamiento. Y es en este ámbito, en el de la acumulación, donde el litio ya se reconoce como de alto impacto para los ecosistemas del altiplano y en las comunidades indígenas,
Pero claro, cuando hablamos de hidrógeno verde y litio, pocas veces aparecen sus efectos sociales y ambientales en la ecuación.
Más allá del nombre y la tecnología, el principio debe seguir siendo el bien común.
Porque ningún modelo de sociedad podrá a ser justo y equilibrado si no es universalizable, es decir, si alguien debe pagar la cuenta para que podamos ufanarnos de alcanzar la tan anhelada “economía verde”.
Por Patricio Segura, publicada en El Divisadero